José Antonio Rey

Novelas de José Antonio Rey en Ediciones Irreverentes

Monday, September 17, 2007

BOLERO INACABADO

No me importaba tanto saber que, en realidad, fuera una profesional de los pies a la cabeza, como el hecho de ver su cuerpo manoseado por mil y un dedos sin nombre, alquilando carne humana con la que superar la barrera de la frustración, con la que restañar la tristeza. Un desahogo relativamente barato, dados los tiempos que corren.
Era tan buena en su oficio, que más de uno pensaba, francamente, que había ligado con ella. Anna, como la famosa tenista, igual de alta, igual de rubia, igual de despampanante, hacía cuartos como tierra. Todos se la disputaban, y, al final, como siempre, era ella la que elegía. Y eso, en aquel mundo de proscritos y facinerosos, era una auténtica osadía, un auténtico reto. Podía permitirse esos pequeños caprichos, como tomar alcohol en el trabajo o besar en público a un cliente, si así le apetecía. En su Rusia natal le habían ofrecido el oro y el moro cuando viniese a España: Un suculento contrato de modelo, a poco que las cosas salieran como estaban previstas. Y todo salió a pedir de boca, al menos para algunos. Pero no para ella. Una superviviente en toda regla.
Se movía por el salón con la gracilidad de las mujeres de mundo. Ella era la dueña, la auténtica reina de aquel antro atestado de personajes patéticos en busca de unos minutos de felicidad o de desahogo o tal vez de esperanza, uno de los últimos reductos de esclavitud, a modo de lupanar, donde nadie escondía sus temores ni vergüenzas, siempre que se tuviera la cartera repleta. El Paraíso: Rezaba en el cartel anunciador. Luces de neón titilando junto a la Nacional VI, donde, por apenas treinta euros, cualquiera podía comprar, durante unos efímeros minutos, un trozo de Cielo en la Tierra.
Nada más entrar, Anna me obsequió con su mirada salaz, barruntando negocio, y yo quise ver en aquellos ojos vivarachos el deseo que probablemente nunca había existido; quise creer que aquella proletaria de la lujuria y el sexo llegaría a amarme algún día, llegaría a poseerme de veras. “Dime que me deseas, dime que me amas, dime que nadie te lo hace como yo te lo hago, dime que nunca te entregarás a otro como a mí te entregas”, le susurraba al oído contoneando nuestros cuerpos al son de un bolero que rogaba al mismísimo Satanás que no se acabase nunca. Y, mientras tanto, Anna rozaba sus senos contra mi pecho, restregando, como gata en celo, su pelvis contra mi pelvis, murmurándome cosas al oído en su idioma natal, cuya cacofonía me excitaba casi más que los labios que proferían aquellas palabras, que bien pudieran ser frases de amor o de odio. Pero a mí qué me importaba si yo estaba sumergido en el Paraíso. “Dímelo, dímelo”, le imploraba mientras ella proseguía con su función, cimbreando su cintura de avispa, los dos aislados en medio de la pista de baile, separados del resto del mundo por el aire corrompido de humos e insospechados efluvios, mis manos resbalando por sus caderas, mientras el trío Los Panchos hacían restallar sus viejas guitarras, voces desgarradas entonando algo sobre los amores puros, sobre los amores eternos. “Lo dudo, lo dudo…”, bisbisaban aquellas voces plañideras, mientras mi mente vagaba por los confines del Universo.
Lo que sucedió después fue un mero mercadeo en una sórdida habitación con cama, espejo, mesita de noche y tarjeta de crédito, que, acaso, no merezca la pena ni ser referido. Sólo puedo decir que, además del dinero, yo, al menos, ponía el alma, quizá con la imperiosa necesidad de calafatear viejas heridas o porque deseaba con todas mis fuerzas olvidarme de la apatía que ahogaba mis ilusiones, de la vida anodina que llevaba a cuestas. Casi sin proponérmelo clavaba mis ojos vidriosos en los suyos, medio entornados y azules como la turquesa, agitando mi cuerpo, ávido de cariño, hasta la extenuación; aferrado a sus nalgas hasta derrumbarme definitivamente sobre su piel y llorar en silencio la desidia, que se había convertido en mi fiel compañera.
Al final, ella, de una u otra forma, había sido mía, previo pago, pero mía, al menos durantes unos minutos que me parecieron una vida entera. La relación se sellaba con un lánguido beso, como los que se dan los enamorados que se quieren de veras, e inmediatamente, Anna, mi puta-amante, mi puta predilecta, mi única puta, me apremiaba con donaire para que me vistiera y me fuera a tomar viento fresco. Y, para que no me sintiera rechazado ni ofendido por la premura con la que me daba puerta, antes de salir del dormitorio me obsequiaba con otro beso, esta vez en la frente, como hacen con sus hijos traviesos las madres buenas.
Ya en el ruedo, Anna proseguía con su faena ejemplar, codeándose con aquellos seres extraños, seres grotescos, rijosos, deformes, impotentes, seres necesitados de lo que sólo podemos encontrar en lo más profundo de nuestras entrañas, seres angustiados, seres temerosos, seres indecisos, pelanas acuciados por el miedo a la soledad y a las exigencias una vida marcada por la ley del más fuerte y de la competencia. Yo también formaba parte de aquella caterva de cobardes, de aquella Santa Compaña de almas en pena en busca de una redención imposible. Pero así era el negocio: Anna zangoloteando, como si de una eficiente relaciones públicas se tratara, explorando nuevos cuerpos, nuevas almas, nuevas carteras. Ése era el juego.
Y yo, lejos de ponerme celoso e irritado, la animaba con expresivos gestos de aliento, a los que ella correspondía modulando una sonrisa cómplice y traviesa, a la par que dulce e inocente, guiñándome el ojo, de vez en cuando, con un ademán característico que denotaba agradecimiento o quizá una cierta amistad… Quién sabe si, en lo más oculto de su corazón, tal vez también albergaba un atisbo de cariño sincero.
Y yo, para no arrinconar demasiado pronto sus arrumacos, continuaba canturreando el bolero que, en cierto modo, había unido, aunque sólo fuera por un fugaz lapso de tiempo, nuestros cuerpos, nuestros espíritus y nuestras vidas, procurando prolongar el goce y la felicidad que Anna me había proporcionado con dedicación y esmero.
Cinco de la madrugada. Hora del cierre. El night-club prácticamente vacío. Las gallinas en los corrales, los sementales de medio pelo en sus chozas, pero la música seguía sonando todavía. ”Lo dudo, lo dudo, lo dudo, que halles un amor tan puro…”, decía la voz lastimera de ese trío eterno, mientras Anna, llevando mi cuerpo al centro de la pista de baile, anclaba mi cuello con sus brazos nacarados y me conminaba a bailar. Como único testigo, un viejo camarero que apenas reparaba en nuestra presencia. Anna la prostituta, la mujer de la vida que carecía de vida propia, Anna, el ser humano que se lo había jugado todo a una carta a cambio recibió un billete de ida sin vuelta, un billete, posiblemente, hacia ninguna parte, un billete que bien podría haber sido una visa o una esperanza o un sueño que, por obra de la aciaga Fortuna, se había transformado en un cautiverio, una jaula forrada de billetes de curso legal, engullidos por el tamiz de la ignominia y procacidad reprimida, el tamiz de la explotación del cuerpo por el cuerpo.
Abrazado a aquella mujer desconocida, mi Hetaira, mi Mesalina, mi ancla, mi tabla de salvación, mi puta preferida, mi única puta, rogué al mismísimo Diablo que no se acabara nunca aquel bolero, que no dejara de sonar en toda la noche hasta que mi cuerpo se desvaneciese completamente en su cuerpo mortal y mi azogada pudicia se convirtiese en incondicional y vehemente entrega hasta que el Destino dispusiese un nuevo rumbo, un nuevo camino, una vida nueva.

MIS PRIMERAS LETRAS

Al principio fue el verbo… y después la hostia. Y cuando digo la hostia, no me refiero a las que reparten, de buena o mala fe – que vaya usted a saber -, los curas en las iglesias, sino a las hostias de verdad, los sopapos, los mamporros sin ton ni son, las laceraciones en una carne inocente e inerme, carne de niño indefenso que algún día llegaría a ser un adulto con sus correspondientes sentimientos y recuerdos.
Aquel tipo era un auténtico miserable. Porque de miserables es ensañarse con una criatura de ocho años, abusando de la autoridad del maestro, rompiendo narices, levantando patillas, quebrantando voluntades, confundiendo, a posta, tu piel con un saco de arena, amoratando almas imberbes, almas puras hasta convertirlas en pura escoria, piltrafas humanas al servicio del Sistema, o si se prefiere, del Estado Orgánico en el que sólo somos una pieza más dentro de un gran engranaje que, a modo de Leviatán, devora por igual nuestras libertades y nuestros derechos más inalienables.
Mirando de hito en hito a aquel carnicero, cabeza baja, rozando la genuflexión, uno tenía la desasosegante sensación de perder algo más que la dignidad: Perder el tiempo.
¡Dios mío, qué años aquellos! Los últimos estertores de una dictadura que se resistía a desaparecer, pero que tocaba a su fin. “Cuatro por uno, cuatro; cuatro por dos, ocho; cuatro por tres, doce; cuatro por cuatro, dieciséis…” Y así sucesivamente; siempre la misma letanía, siempre las mismas diatribas, los mismos discursos estólidos, los mismos insultos: las mismas ideas. “España limita al norte con el mar Cantábrico, los montes Pirineos, que separan España de Francia….”. Cada día, cada hora, cada minuto en aquella aula lúgubre y cochambrosa era un suplicio. El olor a pizarra, las miradas inquisitivas, los castigos divinos…. Sólo éramos unos críos resignados al vaticinio del apotegma: “La letra, con sangre entra”.
“Pandilla de papanatas, jamás seréis nada en la vida. ¿Pero qué se puede esperar de vosotros, si no sabéis lo que hay entre las tapas de un libro? Tendríais que estudiar, al menos, tres horas diarias para poder sacar el curso…”
¡Ocho añitos recién cumplidos! ¡Tres horas diarias hincando los codos! ¡Misión imposible! ¡Desastre nacional! ¡Una verdadera utopía! Ésa era la ecuación indescifrable, imposible de casar; la cuadratura del círculo. Se mirase por donde se mirase, estábamos abocados a la frustración y el inevitable desastre. ¡Qué sería de nosotros, generación perdida incapaz de calafatear sus heridas ni de forjar su propio futuro!
Don Prudencio, que así se llamaba, el “don” siempre por delante, y lo de Prudencio… lo de Prudencio, amigo mío, era pura literatura. “¡Por favor, don Prudencio, haría usted el favor de dejarme ir al servicio!”, rogábamos clavados al suelo como estacas, con el miedo bufando permanentemente en el cogote, por supuesto previa elevación del dedo índice, brazo en alto, implorando el pertinente salvoconducto. Rogativas, venias, solicitudes: un mundo de pedigüeños flotando en el mar del extravío y la impotencia.
Nueve de la mañana. Entrando todos en el colegio en fila india, y pobre del que se saliese de la línea. La jornada comienza cantando: “Cara al Sol…”, para abrazar el día con optimismo recordando a los padres de la patria: Padre, Hijo, Espíritu Santo… y el Generalísimo, salvador de la España inveterada y eterna, baluarte de los valores más ancestrales de la cristiandad, un valladar inexpugnable para el infiel y para todo enemigo de la Ley y el Orden: El vigía de Occidente…. Nada menos.
Sobre el encerado, el crucifijo y el sempiterno retrato del Caudillo con gafas de sol y bigotillo al uso. En los pupitres, los raídos cuadernos Rubio, el lapicero de rigor y la paciencia del santo Job. Manos de niño, espíritu niño compungido al tiempo que travieso y, sin embargo, libre. Todo en una sola persona. ¡Misterio trino!
Miedo al profesor, miedo al padre, miedo al Cristo Juez… miedo a todo cristo. Temores, dicho sea de paso, todos ellos masculinos. Y la madre, que lo era todo: Pezón y Trono: los botacas de Tulipán para crecer en sana armonía, y las broncas y arengas y los zapatillazos indoloros, porque las galletas de verdad las daba papá, por suerte sólo muy de vez en cuando. Pero cuando tocaba, tocaba, y tocaba de veras. Aunque, como ya he apuntado en párrafos precedentes, los guantazos que generaban estigmas indelebles los proporcionaba don Prudencio, y a pares, que siempre es mejor que sobre, que no que falte. Y en ese ámbito, el maestro era un dechado de generosidad y esmero. ¡Qué diferencia respecto de los niños de ahora, a los que no se les puede tocar ni un pelo, y así no hay quien pueda con las putas alergias!
Pero volvamos a aquella habitación cutre donde tétricas telarañas colgaban desde altos techos y el sonido del silencio era el preludio de infumables exégesis: “Una, Grande y Libre…”. Al final, ni éramos grandes, ni, por supuesto, éramos libres, aunque en aquella época, pobre del que pusiera en duda la unidad sacra de la patria. Hoy en día, hasta lo de “Una” se cuestiona; tiempos de frivolidad, egoísmo y desidia. Rastrero ultranacionalismo segregacionista.
La vara de avellano, y si no, la regla, adminículo más moderno y sofisticado aunque igual de efectivo. “¡Si yo no he sido, don Prudencio, yo no he sido. Se lo juro por…!” ¡Floffffffffffff! La manida hostia caída del Cielo como maldición bíblica. “¡Pon la mano, badulaque!”, amenazaba con la vara. “¡Que pongas la mano, bribón!” Y si la reconvención era por motivos exclusivamente académicos, se sustituía el vocablo “bribón” por el de “tarugo” o el de “zoquete”, igual de contundentes y vejatorios, mientras el resto de la clase, lejos de reírse, temblaba de pánico por lo que a cada uno le pudiera tocar, aplicando el famoso refrán que versa sobre las barbas del vecino y el consiguiente remojo. Don Prudencio, eterno recomendado en oposiciones que indefectiblemente suspendía, zahería con sus palabras y con sus obras. zahería con sus palabras y con sus obras. Su sola presencia era más que suficiente para hacer tambalear los cimientos de las mentes más recalcitrantes y encallecidas.
“¡Nunca llegaréis a ser nada, sólo sois chusma!”, imprecaba con los mofletes de cerdo ibérico enrojecidos y los ojos vidriosos encendidos de ira. ¿Qué ser humano podía ser tan vil para odiar de aquella manera? Enseñanzas buriladas a sangre y fuego; proselitismo totalitario embadurnado de oprobio; espíritus escarnecidos creciendo bajo el yugo de la sumisión y la satrapía. Una verdadera pena.
Justo en la otra aula, la acendrada señorita Inés: piel nacarada, mirada mirífica y santa esposa de aquel bastardo estigmatizado por las cadenas de la cólera y el odio. “¿Cómo se lo podía hacer con aquella bestia de averno?”, pensaba una mente lábil e inocente como la mía, repito, ocho magullados abriles soportando insultos, vilipendios y castigos físicos de lo más variopinto. Sólo imaginar aquellas manos de gorila mancillando la epidermis nívea de mi maestra favorita, mi maestra del alma, mi damisela querida, se me ponían los pelos de punta.
¡Hay qué ver las cosas que se les pasan por la cabeza a los niños! ¡Simplemente niños!

El tiempo ha pasado. Tras una luna vino la siguiente. Después del verano llegó el correspondiente otoño; y posteriormente el inevitable invierno. Nunca fui capaz de superar el escollo Nº 5 de los famosos cuadernos rubio, y, pese a todo, conseguí finalizar, a trancas y barrancas, una carrera hasta convertirme, mal que bien, en un hombre, no tengo muy claro si hecho, pero sí derecho, en el que ya peinan canas. El otro día, en la cafetería donde usualmente tomo el café, al tiempo que juego una partida de cartas – hábito casi litúrgico, imprescindible para mi higiene mental -, uno de los amigos de la niñez me informó sobre las ulteriores andanzas de don Prudencio, alias el “sacamantecas”:
Finalmente, aquella bendita señora, doña Inés, resolvió separarse de la burra parda que había amargado nuestra infancia, y en algún caso la vida entera. Por cierto, la sabandija se había convertido en un redomado putero que ululaba de lupanar en lupanar, como los hurones famélicos a la caza del conejo fácil, utilizando el ancestral y, para qué engañarnos, poco airoso método del previo pago. Después de divorciarse de su santa esposa y dejar el colegio, con el rabo entre las piernas, montó una tienda de “todo a 100”, justo por las mismas datas en las que la prole chinesca aterrizaba en el aeropuerto de Barajas, enviando al tacho su incipiente negocio.
¡Pobre don Prudencio! Después de todo, en el fondo, muy en el fondo, no dejaba de ser un individuo de carne y hueso y no aquel hijo de puta que creía atisbar de niño, cuando me calentaba las orejas con aquellas manazas de simio repelente, urgido por los irreprimibles pecados capitales de la soberbia y la lujuria. El transcurrir del tiempo lo había transmutado en un liliputiense mentecato, más digno de lástima que de vituperio.
¡Pobre don Prudencio! Tan crédulo, tan cristiano, tan de misa de doce y media con Comunión añadida, tan afecto a los postulados del Régimen. Todavía guardo vívido en mi memoria su semblante abotargado y apoplético, permanentemente presto a desportillar cráneos y esclavizar espíritus indómitos. Un misionero en un mundo de apóstatas, masones y bolcheviques.
Definitivamente, el mito diabólico se me había venido abajo como un castillo de naipes. El paso de los años habían diluido su faz y su supuesto carisma, como los terrones de azúcar en el café caliente y cargado, transformándolo en poco más que un pelagatos, más merecedor de compasión y misericordia que de odio y venganza. Así de implacable es la dictadura del tiempo. Siendo incluso en exceso caritativo y optimista, he de reconocer que, gracias a él, aprendí una lección inolvidable que, a modo de axioma, me ha servido en innumerables ocasiones a lo largo de mi azarosa, y a veces atribulada, existencia: Lo que se graba a sangre y fuego, ni a sangre ni a fuego se borra. De lo que se colige que el triunvirato del dolor, la vejación y la desgracia conforman la esencia de la que se alimenta el nacimiento, apogeo y declive de la Civilización Humana. Dicho sea de paso.

Monday, October 30, 2006

Un Instituto con vista, presentación literaria de José Antonio Rey

Un instituto con vistas es la novela que estaban esperando los amantes de las obras satíricas de Tom Sharpe, de sus institutos llenos de alumnos salvajes e ineducables y de profesores resignados a la desgracia. Aquí no hay caballeros a la inglesa, ni alumnos retrasados dispuestos a salvar a viejas damas, sino salvajismo a la española, profesores que calculan a qué velocidad vuelan los ángeles, historias escatológicas, quinceañeras que confunden la libertad con el libertinaje y lo pagan con hermosas barrigas, profesores cuyo sentido común retrocede con los años y que nunca fueron capaces de pasar de la portada del ABC, otros que –claro- lucharon contra el franquismo, alumnos integristas, codiciosos, envidiosos, insidiosos, depravados, inmorales, profesoras vírgenes y sabios indecentes. Un retablo de la España que ve nacer el siglo entre bostezos.
Estamos ante una extensa e hilarante sátira del sistema educativo español y occidental, destinado a producir obreros sin cualificar, fracasados, y ante el que sólo queda la risa como terapia.
José Antonio Rey comparte cartel en Ediciones Irreverentes con autores como Francisco Umbral, Francisco Nieva, Mario Benedetti, Fernando Savater, Antonio Gómez Rufo, augusto Monterroso, Miguel Angel de Rus, Luis Alberto de Cuenca, Horacio Vázquez Rial, Konrad Lorenz, Juan Antonio Bueno Álvarez o José Luis Alonso de Santos.
Más información en Ediciones Irreverentes

Primeras páginas de Un Instituto con vistas


El cuarto olía a moho, el típico olor a rancio de los habitáculos que no han visto la luz en bastante tiempo: dos meses sin descorrer las cortinas, dos meses sin pasar el paño por el escritorio, dos meses cerrado a cal y canto.
Sinforoso Pez Espada entró en su despacho con la misma animosidad que intentaba disimular, sin resultado positivo, todos los primeros de septiembre. Sólo de pensar en los preparativos que había que llevar a cabo para que aquel leviatán de hormigón y mentes torvas comenzara a funcionar a pleno rendimiento, le provocaban una desazón difícil de ocultar. Sinforoso estaba cansado de ejercer su oficio de director, cansado de aguantar las pretenciosas demandas del personal docente y la antipatía del no docente, las impertinencias de los alumnos y las insolencias de sus padres… Eso sin contar las ridículas exigencias de una administración atestada políticos hipócritas y con pocas miras, casi todos neófitos politicastros incorporados al carro del arribismo más rastrero. Sinforoso era un hombre práctico y derrotado, sin más vocación que coger la jubilación anticipada cuanto antes y tirarse a la bartola lo que le quedaba de existencia, a ser posible sin hijos ni nietos a su alrededor dispuestos a robarle la voluntad al tiempo que la cartera.
Faltaba aire. Sinforoso abrió con cautela la ventana que se hallaba justo detrás de su sillón giratorio de respaldo reclinable (el último grito en sillones de alcurnia), y después echó una mirada rápida al despacho, intentando contener la náusea, que, de forma inesperada, le subía sin remisión por el esófago, amenazando con vomitar el desayuno que se había engullido media hora antes. Tomó asiento en el sillón, y, después de acodarse sobre el escritorio que tanta aversión le producía, su avezado olfato volvió a percibir un olor un tanto raro..., un olor sui generis que no le era en absoluto desconocido..., un olor ingrato..., desagradable..., diríase que peculiar... Casi instantáneamente la nausea volvió a apoderarse de su cuerpo, zarandeado por la estertórea y amenazante arcada, a punto de desembuchar los alimentos recién digeridos en el copioso desayuno.
¡EXCREMENTO HUMANO!
Con la cautela propia de los cargos directivos, Sinforoso proyectó nuevamente su nariz hacia el espacio, indagando en la naturaleza del hedor. No había duda alguna:
¡OLÍA A MIERDA!
Su instinto sagaz y detectivesco lo llevó en décimas de segundo al lugar del cual procedía el tufo. Raudo abrió uno de los cajones de su escritorio, para más señas el primero empezando a contar desde arriba, justo a mano derecha. Y allí descubrió atónito el pastel: un mojón de tamaño nada desdeñable, cuya textura y consistencia parecían advertir que la evacuación se había producido hacía escasos minutos.
¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAGGGGGGGGGGGGGGG!
-¡ALEJANDRINAAAAAAAAAAAAAAAAA!
Alejandrina apareció veloz como el rayo, atusándose, mal como pudo, las guedejas, mientras abotonaba el botón de la camisa, que dejaba entrever de forma un tanto impúdica sus nada despreciables vergüenzas.
-¿Deseaba algo, don Sinforoso?
El director la miró con gesto compungido, o acaso desencajado o resignado o contrito… Sin lugar a dudas, un rostro cabreado.
-¿No percibe usted un olor extraño, Alejandrina?
-Alejandrina proyectó su apéndice nasal hacia el éter...
-Puessssssssss... no sé qué decirle, don Sinforoso... Tal vez..., tal vez huela..., tal vez huela a…
-¡Síííííííííííííííííííííí, Alejandrina, tal vez huela a…!
-Tal vez huela a… ¿a excremento, don Sinforoso?
-Efectivamente, Alejandrina, mi despacho huele a excremento. ¿Y sabe usted por qué huele excremento?
Alejandrina se encogió de hombros esperando la contestación pertinente.
-Mi despacho huele a excremento, porque un miserable se ha cagado en uno de los cajones de mi escritorio. ¿Qué le parece, querida?
Alejandrina se volvió a encoger de hombros sin sacar ojo a la ignominiosa deposición. En su cara había un rictus que deambulaba entre la incredulidad y la inocencia. ¡Desde luego, ella no había sido la autora material de semejante despropósito!
En todo caso, de lo que no había la menor duda era que el curso había empezado para Sinforoso, director del I.E.S. Vista Alegre, y que el comienzo no preludiaba nada bueno. Primer día y primera infamia. Nuevamente la imagen del psicólogo y la baja por depresión revoloteaban por su mente. Y no era para menos.


El resto de este salvaje e incalificable texto está en el libro. Pronto en las mejores librerías
Mas información: http://www.edicionesirreverentes.com

José Antonio Rey, biografía


José Antonio Rey


José Antonio Rey (Lugo, 1965). Pertenece al cuerpo de profesores de Enseñanza Secundaria, lo cual le permite conocer de primera mano el mundo que describe y satiriza en esta novela. En 1986 obtuvo la Diplomatura de Magisterio por la rama de Ciencias Humanas en Lugo; en 1989 la Licenciatura de Geografía e Historia por la rama de Geografía, en Granada. Ha sido profesor en institutos de Melilla, Cádiz y Lugo. En la actualidad es profesor en el I.E.S. Manuel Leiras Pulpeiro, en Lugo. Su especialidad son las Ciencias Sociales.
Ha escrito tres novelas, de las cuales Un Instituto con vistas es la primera que publica.


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