BOLERO INACABADO
No me importaba tanto saber que, en realidad, fuera una profesional de los pies a la cabeza, como el hecho de ver su cuerpo manoseado por mil y un dedos sin nombre, alquilando carne humana con la que superar la barrera de la frustración, con la que restañar la tristeza. Un desahogo relativamente barato, dados los tiempos que corren.
Era tan buena en su oficio, que más de uno pensaba, francamente, que había ligado con ella. Anna, como la famosa tenista, igual de alta, igual de rubia, igual de despampanante, hacía cuartos como tierra. Todos se la disputaban, y, al final, como siempre, era ella la que elegía. Y eso, en aquel mundo de proscritos y facinerosos, era una auténtica osadía, un auténtico reto. Podía permitirse esos pequeños caprichos, como tomar alcohol en el trabajo o besar en público a un cliente, si así le apetecía. En su Rusia natal le habían ofrecido el oro y el moro cuando viniese a España: Un suculento contrato de modelo, a poco que las cosas salieran como estaban previstas. Y todo salió a pedir de boca, al menos para algunos. Pero no para ella. Una superviviente en toda regla.
Se movía por el salón con la gracilidad de las mujeres de mundo. Ella era la dueña, la auténtica reina de aquel antro atestado de personajes patéticos en busca de unos minutos de felicidad o de desahogo o tal vez de esperanza, uno de los últimos reductos de esclavitud, a modo de lupanar, donde nadie escondía sus temores ni vergüenzas, siempre que se tuviera la cartera repleta. El Paraíso: Rezaba en el cartel anunciador. Luces de neón titilando junto a la Nacional VI, donde, por apenas treinta euros, cualquiera podía comprar, durante unos efímeros minutos, un trozo de Cielo en la Tierra.
Nada más entrar, Anna me obsequió con su mirada salaz, barruntando negocio, y yo quise ver en aquellos ojos vivarachos el deseo que probablemente nunca había existido; quise creer que aquella proletaria de la lujuria y el sexo llegaría a amarme algún día, llegaría a poseerme de veras. “Dime que me deseas, dime que me amas, dime que nadie te lo hace como yo te lo hago, dime que nunca te entregarás a otro como a mí te entregas”, le susurraba al oído contoneando nuestros cuerpos al son de un bolero que rogaba al mismísimo Satanás que no se acabase nunca. Y, mientras tanto, Anna rozaba sus senos contra mi pecho, restregando, como gata en celo, su pelvis contra mi pelvis, murmurándome cosas al oído en su idioma natal, cuya cacofonía me excitaba casi más que los labios que proferían aquellas palabras, que bien pudieran ser frases de amor o de odio. Pero a mí qué me importaba si yo estaba sumergido en el Paraíso. “Dímelo, dímelo”, le imploraba mientras ella proseguía con su función, cimbreando su cintura de avispa, los dos aislados en medio de la pista de baile, separados del resto del mundo por el aire corrompido de humos e insospechados efluvios, mis manos resbalando por sus caderas, mientras el trío Los Panchos hacían restallar sus viejas guitarras, voces desgarradas entonando algo sobre los amores puros, sobre los amores eternos. “Lo dudo, lo dudo…”, bisbisaban aquellas voces plañideras, mientras mi mente vagaba por los confines del Universo.
Lo que sucedió después fue un mero mercadeo en una sórdida habitación con cama, espejo, mesita de noche y tarjeta de crédito, que, acaso, no merezca la pena ni ser referido. Sólo puedo decir que, además del dinero, yo, al menos, ponía el alma, quizá con la imperiosa necesidad de calafatear viejas heridas o porque deseaba con todas mis fuerzas olvidarme de la apatía que ahogaba mis ilusiones, de la vida anodina que llevaba a cuestas. Casi sin proponérmelo clavaba mis ojos vidriosos en los suyos, medio entornados y azules como la turquesa, agitando mi cuerpo, ávido de cariño, hasta la extenuación; aferrado a sus nalgas hasta derrumbarme definitivamente sobre su piel y llorar en silencio la desidia, que se había convertido en mi fiel compañera.
Al final, ella, de una u otra forma, había sido mía, previo pago, pero mía, al menos durantes unos minutos que me parecieron una vida entera. La relación se sellaba con un lánguido beso, como los que se dan los enamorados que se quieren de veras, e inmediatamente, Anna, mi puta-amante, mi puta predilecta, mi única puta, me apremiaba con donaire para que me vistiera y me fuera a tomar viento fresco. Y, para que no me sintiera rechazado ni ofendido por la premura con la que me daba puerta, antes de salir del dormitorio me obsequiaba con otro beso, esta vez en la frente, como hacen con sus hijos traviesos las madres buenas.
Ya en el ruedo, Anna proseguía con su faena ejemplar, codeándose con aquellos seres extraños, seres grotescos, rijosos, deformes, impotentes, seres necesitados de lo que sólo podemos encontrar en lo más profundo de nuestras entrañas, seres angustiados, seres temerosos, seres indecisos, pelanas acuciados por el miedo a la soledad y a las exigencias una vida marcada por la ley del más fuerte y de la competencia. Yo también formaba parte de aquella caterva de cobardes, de aquella Santa Compaña de almas en pena en busca de una redención imposible. Pero así era el negocio: Anna zangoloteando, como si de una eficiente relaciones públicas se tratara, explorando nuevos cuerpos, nuevas almas, nuevas carteras. Ése era el juego.
Y yo, lejos de ponerme celoso e irritado, la animaba con expresivos gestos de aliento, a los que ella correspondía modulando una sonrisa cómplice y traviesa, a la par que dulce e inocente, guiñándome el ojo, de vez en cuando, con un ademán característico que denotaba agradecimiento o quizá una cierta amistad… Quién sabe si, en lo más oculto de su corazón, tal vez también albergaba un atisbo de cariño sincero.
Y yo, para no arrinconar demasiado pronto sus arrumacos, continuaba canturreando el bolero que, en cierto modo, había unido, aunque sólo fuera por un fugaz lapso de tiempo, nuestros cuerpos, nuestros espíritus y nuestras vidas, procurando prolongar el goce y la felicidad que Anna me había proporcionado con dedicación y esmero.
Cinco de la madrugada. Hora del cierre. El night-club prácticamente vacío. Las gallinas en los corrales, los sementales de medio pelo en sus chozas, pero la música seguía sonando todavía. ”Lo dudo, lo dudo, lo dudo, que halles un amor tan puro…”, decía la voz lastimera de ese trío eterno, mientras Anna, llevando mi cuerpo al centro de la pista de baile, anclaba mi cuello con sus brazos nacarados y me conminaba a bailar. Como único testigo, un viejo camarero que apenas reparaba en nuestra presencia. Anna la prostituta, la mujer de la vida que carecía de vida propia, Anna, el ser humano que se lo había jugado todo a una carta a cambio recibió un billete de ida sin vuelta, un billete, posiblemente, hacia ninguna parte, un billete que bien podría haber sido una visa o una esperanza o un sueño que, por obra de la aciaga Fortuna, se había transformado en un cautiverio, una jaula forrada de billetes de curso legal, engullidos por el tamiz de la ignominia y procacidad reprimida, el tamiz de la explotación del cuerpo por el cuerpo.
Abrazado a aquella mujer desconocida, mi Hetaira, mi Mesalina, mi ancla, mi tabla de salvación, mi puta preferida, mi única puta, rogué al mismísimo Diablo que no se acabara nunca aquel bolero, que no dejara de sonar en toda la noche hasta que mi cuerpo se desvaneciese completamente en su cuerpo mortal y mi azogada pudicia se convirtiese en incondicional y vehemente entrega hasta que el Destino dispusiese un nuevo rumbo, un nuevo camino, una vida nueva.